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Cada vez que me observaba con su mirada, vehemente, de ojos marrones, y veía como soltaba alguna que otra frase ingeniosa o sarcástica, yo no podía hacer más que querer conseguir la misma propensión en él. Quería que se riera de mis chistes, que rozara su pierna contra la mía sin que se lo pidiera, y que hablásemos de todo y de nada en concreto.
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